miércoles, 6 de enero de 2010

Mesalina: La emperatriz ninfómana

"La Guía del Sexo"
Agosto de 1994 N.9
El recuerdo de la gloria imperial romana está unido al de su decadencia. En tiempo de los césares las virtudes habían sido reemplazadas por una total amoralidad. La matrona romana había dejado de mantener vivo el fuego del hogar, antes tenía a mucha honra sentirse amada no sólo por su marido sino por todo aquel que quisiera ofrendar a Venus, tomándola como víctima propiciatoria. Una de las víctimas que tuvo a bien ser objeto de tal sacrificio en innumerables ocasiones fue la propia emperatriz Mesalina, esposa del pobre emperador Claudio.

“Estoy cansada, mas no satisfecha”
Mesalina
Hombre de talento
Tiberius Claudius César Augustus Germánicus (10 a.C. -54 d.C.), era sin duda la vergüenza de su orgullosa familia, la Gens Julia. Poco agraciado, cojo y tartamudo no era sin embargo el estúpido que describen algunas fuentes. Era más bien un brillante historiador y demostró ser hombre de talento al llegar a ocupar el trono imperial, incluso, al frente de las legiones romanas llevó a cabo la conquista de Britannia, cuyas tribus bárbaras se habían sublevado contra Roma en más de una ocasión.
Claudio en realidad era muy listo. Tal vez pudo haber abandonado el mundo de los vivos mucho antes, si es que cuando su vida pendía de un hilo, en la época del psicópata de su tío el emperador Calígula, no hubiera fingido –con éxito por cierto- ser un completo idiota. Sin embargo, es conveniente reiterarlo, Claudio era muy brillante, solía demostrarlo incluso cuando hacía las veces de juez, admirando a los presentes por la lucidez de su juicio.
Sin embargo, he aquí como un hombre que bien pudo ser recordado por sus aciertos y brillanteces lo es sin embargo por sus debilidades, especialmente una de ellas: su esposa, la emperatriz Mesalina, quien hizo lo posible porque su pobre marido sea recordado como un pobre idiota.

¡Quién pudiera!
Cuando Valeria Mesalina, hija del cónsul Marco Valerio Mesala, conoció a Claudio, contaba dieciséis años, no era del todo una belleza pero sí lo suficientemente agraciada para hacer las delicias de cualquier parroquiano en situación de abstinencia: el cutis capulí, el cabello de negro azabache, las caderas sinuosas y redondeadas, el pecho turgente y una sonrisa, que aunque no tan perfecta, era tan sobradamente insinuante que no pasaba desapercibida para nadie; a decir verdad, suele de ordinario necesitarse de mucho menos para encender las pasiones más bajas. Sin duda, el pobre Claudio, quien por entonces frisaba los cincuenta, al verla, dejaría escapar un suspiro, diciendo para sí: “Quien pudiera”.
La verdad, es posible que no sólo Claudio admirara aquel portento, sino todos los ilustres cónsules, tribunos, centuriones y hasta los esclavos y es que sin abandonar esa sonrisa cautivadora, la doncella demostró un arte tal para la danza aquel día en el palacio imperial, que el propio emperador Calígula se atragantó en más de una ocasión con las uvas que una apetitosa esclava teutona le servía, pendiéndolas de su propia rama, tal y como se ve en los grabados de la época.

¡Salud Claudio!
Una vez acabada la lúbrica danza de Mesalina, Calígula que siempre había demostrado ser un hombre de lo más expeditivo, envío a su guardia pretoriano de confianza por la dama en cuestión. Como un par de horas después, aproximadamente, el mismo guardia fue en busca de Claudio –quien eso sí, es preciso añadir, era muy dado a empinar el codo- y lo encontró terminando de rendir honores a Baco, con una botella de exquisito jugo de uva de Falerno.
Al taconeo del saludo marcial del milite y a su voz grave, Claudio abrió los ojos sobresaltado: “¡Salve Claudio!, el emperador requiere tu presencia! El pobre se sintió entonces comido por los gusanos y trató de excusarse, diciendo que aquella era la primera "bo... bo... botella" que probaba después de mucho y que "nu... nu... nunca" más lo iba a "vo... vo... volver a hacer". El pretoriano lanzó un suspiro y se llevó a rastras a Claudio pese a sus súplicas, dando gracias a Júpiter porque en su familia, salvo un caco o una barragana (como los había en cualquier familia) no cargaban con un idiota de tal calaña.
Una boda imperial
“Ti, ti, tío…, dijo entonces Calígula, quien siempre había sido medio burlón y que parecía haber acabado de tomar una ducha, creo que has permanecido soltero demasiado tiempo, te he encontrado un partido inmejorable, es una romana que está como para comérsela entera, ejem… te lo digo yo… así, que como tu emperador te ordeno que te cases”. Claudio, quien pensaba que aquel iba a ser el último instante de su vida, se lanzó de rodillas a los pies de su sobrino sin dejar de cubrirlos de besos.
-ya hombre ya… hombre, tío no me ensucies de baba, ¡caray…!
Al día siguiente, con la pompa que se acostumbraba en las fiestas romanas, Claudio y Mesalina fueron declarados marido y mujer, sin duda el novio parecía ser el hombre más dichoso del mundo y la novia también, lo que no dejaba de ser insólito. Luego de la ceremonia, Calígula ordenó que su tío fuera tratado a cuerpo de emperador y que se le trajese todo el vino que pudiese ser capaz de beberse: “Tío, no te deshagas en agradecimientos, además para eso está la familia. Más bien déjame darle un par de consejillos a la novia, tal vez me tome toda la noche, creo que como emperador me corresponde velar por la buena marcha de los asuntos del imperio”.

¡Claudio Emperador!
A partir de aquel día, Claudio no dejó de proclamar a los cuatro vientos que era un hombre muy dichoso, ponderando incluso la virtud de su joven esposa, quien sacrificaba la felicidad conyugal para acudir en ayuda del Emperador Caligula, quien solía requerirla con frecuencia en el Palacio Imperial, sin que por ello, Mesalina descuidara sus deberes conyugales. “No hay noche, ni día –decía Claudio- mientras se masajeaba los riñones que mi mujercita no me pida que la haga feliz, realmente alberga tanto júbilo en su corazón que creo sería capaz ella misma de hacer feliz a todo el imperio".
Entonces, muchos (y no algunos) de quienes lo escuchaban silbaban mirando al techo o fingían toser de súbito.
Un día de aquellos, sin embargo, toda aquella eterna felicidad pareció de súbito llegar a su fin. Mientras Claudio revisaba un ejemplar de su “Historia de los etruscos”, escuchó que Mesalina daba de alaridos, de aquellos que sólo acostumbraba dar cuando se encontraban a solas. “Pe… pe… pero qué diablos o… o… ocurre –dijo entonces Claudio sobresaltado, comenzando a pensar mal de su esposa por primera vez. Sin embargo, lo que vio fue a su esposa, con los ojos desorbitados y una expresión de espanto que a él mismo terminó por asustarlo.
Lo que había pasado es que cansados de sus tropelías, los pretorianos acababan de dar muerte a Calígula, haciendo otro tanto con su esposa y muchos de sus partidarios. Naturalmente se esperaba que el propio Claudio partiera con su familia al encuentro de sus antepasados. De pronto, se sintieron pasos, como de soldados marchando, Mesalina huyó al punto miserablemente y al pobre marido no se le ocurrió otra cosa que ocultarse. No obstante, la Guardia Pretoriana lo encontró y para su sorpresa, en lugar de pasarlo por la espada, lo levantó en triunfo y lo proclamó emperador. En ese preciso instante, de algún lugar surgió Mesalina exclamando: “Esposo mío, aquí está tu amada que no he dejado de pensar ni un instante en ti”.

Amor no correspondido
Como ya está dicho, Claudio comenzó pronto a revelar sus dotes de gran gobernante, aquel a quien los pretorianos habían pensado manejar a su antojo. Los romanos, al menos los más sensatos, saludaron el advenimiento de aquel nuevo césar. Sin embargo, pronto se dieron cuenta que el emperador tenía un lastimoso punto flaco: su esposa Mesalina. Pronto comenzaron a darse casos verdaderamente insólitos; la emperatriz influía en su marido para que los cargos más importantes del estado fueran ocupados por individuos cuyo único mérito había sido el de hacer pasar un buen rato a la emperatriz.
Sin embargo, por más emperatriz que fuera, hubo algo con lo que Mesalina nunca contó y es que uno de aquellos hombres que tanto le gustaba, cometió la tontuna de darle calabazas. Siendo aún una jovencita se había enamorado de un hombre mayor que ella, quien sin embargo nunca la correspondió, se trataba del cónsul Cayo Apio Junio Silano, a quien hizo regresar desde Hispania para desposarlo con su madre y así tenerlo más cerca. Una vez a su lado, Mesalina volvió a insinuársele, pero Cayo Apio, la rechazó, lo que desató su ira, entonces acusó a su padrastro de traidor e hizo que Claudio le mandara a dar muerte.

“Entrañas de acero”
Sediento de la gloria militar de la que habían disfrutado sus antecesores Augusto y Tiberio, Claudio ideó llevar a cabo una expedición a las islas británicas. Mesalina vio en ello una magnífica oportunidad para dar rienda suelta a sus desenfrenos. Una vez que hubo comprobado que en el Palacio Imperial no había alguien capaz de calmar sus ardores y tampoco igualarlos, concibió la idea de enviar un desafío, nada menos que al gremio de las prostitutas.
La emperatriz afirmó que no había mujer en toda Roma, ni siquiera aquellas dedicadas al oficio más viejo del mundo, capaz de superar su gran voracidad amatoria y que estaba dispuesta a competir en el mismísimo palacio imperial con quien fuera. Las prostitutas aceptaron entonces el reto y enviaron a una representante: una siciliana llamada Escila, célebre por su fogosidad, la verdad es que hubieran hecho bien en enviar refuerzos. Finalmente, luego de ser poseída por veinticinco hombres la ramera se dio por vencida, más no así Mesalina que aquella noche pudo lidiar con casi el triple de hombres con los que su competidora se acostó. Al pedírsele a Escila que volviese ya que la emperatriz deseaba continuar con la competencia, la prostituta gritó aterrada: “¡Por Júpiter, ya no más, aquella mujer parece tener las entrañas de acero”.
A su regreso, Claudio contó cómo había conquistado las islas británicas, preguntando luego a su esposa si había ocurrido algo de interés en su ausencia, por toda respuesta Mesalina se despojó de la ropa, urgiéndolo por cumplir sus deberes como esposo, ya que lo único que había hecho era aguardarlo con impaciencia, Claudio dio gracias entonces a los dioses por haberlo dotado de tal tesoro de virtudes y compensó a la emprratriz por su larga ausencia.

¡Ella es incapaz!
Pasado algún tiempo, Mesalina se curó de sus desengaños y volvió a enamorarse, esta vez el afortunado fue el apuesto cónsul Cayo Silio, quien le demostró contundentemente que estaba a su altura, tanto que la emperatriz resolvió casarse con él y convertirlo en césar. Sin embargo, para ello era preciso sacar de escena a su bien amado Claudio. El día elegido fue uno en el que el emperador se encontraba en Ostia, tratando ciertos asuntos de estado.
La idea era que luego de contraer matrimonio, el cónsul Silio sublevara a la Guardia Pretoriana, donde tenía muchos adeptos. Sin embargo, con lo que él y su flamante esposa no habían contado era con que Narciso, el liberto favorito de Claudio, le fuera con el chisme al emperador, quien pese a todas las evidencias se negaba a creer que su fiel Mesalinita fuera capaz de tal infamia. Fue entonces preciso que llegaran a Ostia una delegación de senadores, otra de guardias pretorianos… pero ni aún así se mostró dispuesto a creer en lo que él llamaba una infamia.
¡Amor estoy de regreso!
Sin embargo, tanto le dijeron, tanto le insistieron, haciéndole ver incluso que su propia vida estaba en peligro que el emperador resolvió marchar a la cabeza de su guardia para demostrarles a todos que cuanto se decía de Mesalinita no eran sino viles infundios: “Lo que pasa es que todos la envidian no sólo porque es hermosa y es mi brazo derecho, sino porque es además muy brillante y además el Imperio no sería lo que es sino fuera por ella”.
Entre tanto, en el palacio, Mesalina daba rienda suelta a su júbilo, gastándose las rentas imperiales en celebraciones que no parecían tener fin y tanto había gastado realmente que ya no había ni para el té, sin embargo, cuando estaban en lo mejor de la luna de miel, los recién casados gritaron de espanto al ver la augusta figura del emperador en la puerta de su habitación: “Mesalina, amor, estoy de regreso… si supieras lo que me han dicho de ti”. La emperatriz recobró entonces el buen ánimo, abrió las fauces, dándoles la apariencia de feroz sonrisa que acostumbraba, y luego de hacer una seña a su otro esposo para que se vistiera y retirara en el acto, se echó a los brazos de Claudio, quien le espetó: “¿Y quién era ese joven con el que conversabas en nuestra cama amor?”. “Ah pues, un amiguito de la familia, respondió la chica de lo más fresca, hay amor estoy que ardo, ven a la cama que de sólo verte se me ha dado por un antojito”.

El fin de Mesalina
Al ver lo que ocurría, su secretario personal, el liberto Narciso, al ver que Mesalina había neutralizado a su imperial marido, dejándolo ebrio y cansado y que uno de los primeros en caer sería el mismo por haber sido uno de los que la acuso, corrió a despertar a su señor y le inquirió para que firmara una serie de documentos.
Claudio, quien estaba del mejor humor del mundo, luego de haber demostrado a todos que su mujer era la mismísima encarnación de Hera, diosa de la fidelidad conyugal, accedió a estampar su firma en todos los papeles que se le presentaron, luego dirigiéndose sonriente a su secretario y con un tufo insufrible le espetó: “¿Algo más Mesalinita, corazoncito?”, “Nada mas Claudito”, respondió el secretario aflautando la voz y dándole un beso en la frente al emperador, quien volvió a quedar sumido en el sueño.
Al día siguiente, el emperador solicitó la presencia de su esposa pues deseaba hacer planes con ella, respecto al nombramiento de un heredero para el trono imperial, nada menos que el cónsul Cayo Silio, aquel amigo con el que la había encontrado conversando en su cama. Sin embargo, Narciso le respondió que ya no tenía esposa, puesto que él mismo había firmado una orden disponiendo que le cortaran la cabeza, tanto a él como a su amiguito. Claudio respondió entonces: “Que yo… yo… yo… ¿q…?”.
Tal sería el fin de la emperatriz-meretriz Mesalina, Claudio, que como volvemos a reiterar no era ningún idiota, se dio cuenta que le habían hecho proceder en contra de su voluntad, que todo era un complot en su contra y de su amada esposa, y que consideraba una verdadera injusticia que se le hubiera cortado la cabeza, a ella que lo había ayudado a erigir el poder imperial y que no importaba todo el dinero que se había gastado, ya que ello era una bicoca frente a todo lo que había logrado para Roma. Finalmente, el único que lloró a Mesalina sería el pobre Claudio, porque en palacio todos se alegraron de que su funesto reinado terminara de una buena vez por todas.
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