Magazine // Setiembre de 2003
A un cuarto de legua de la Plaza Mayor, en las faldas del cerro San Cristóbal y a muy poco trecho de las riberas del Rímac, en el corazón de lo más acendrado de la tradición, donde cada octubre, desde hace más de dos siglos revive el ancestral combate entre el hombre y la bestia, teñida de romance, pasión, tragedia (y por qué no decirlo…) de absurdo también)… ahí está la legendaria plaza de toros de Lima
Eran tiempos turbulentos aquellos del año 1540, cuando los conquistadores no habían terminado aún de disputarse el Perú a sangre y fuego… sería uno de aquellos días que los limeños presenciaron la primera corrida de toros. En aquella ocasión el marqués Francisco Pizarro, a caballo, “benefició” a rejonazos al segundo de tres toretes de la ganadería de Maranga, programados para esa jornada en la Plaza Mayor de Lima.
Motivaciones políticas y galantes
Este último sería el escenario más frecuente de las corridas de toros en la capital del virreinato del Perú, hasta que llegado el año de 1765 una serie de acontecimientos políticos, económicos… y galantes (no por ello menos importantes) decidiría la construcción de la que sería con el tiempo la plaza de toros más importantes de América.
Acusados los jesuitas de conspirar contra la corona española, el rey Carlos III decidió la expulsión de la Compañía de Jesús, tanto de la metrópoli como de sus posesiones de ultramar. Así, desterrados “los hijos de Loyola”, el virrey Amat comenzó a recelar que la medida pudiera traer algún eco en quienes hacían alarde de ideas revolucionarias y acordó aplicar la fórmula de darle circo al pueblo a fin de prevenir futuros laberintos.
Acusados los jesuitas de conspirar contra la corona española, el rey Carlos III decidió la expulsión de la Compañía de Jesús, tanto de la metrópoli como de sus posesiones de ultramar. Así, desterrados “los hijos de Loyola”, el virrey Amat comenzó a recelar que la medida pudiera traer algún eco en quienes hacían alarde de ideas revolucionarias y acordó aplicar la fórmula de darle circo al pueblo a fin de prevenir futuros laberintos.
¿Hacho o Acho?
Amat se ocupó entonces de prodigar a los limeños toda clase de divertimentos, en ese afán autorizó al empresario Agustín Hipólito de Landaburu llevar a cabo su proyecto de construir un “circo para las lidias de toros” en las faldas del cerro San Cristóbal. Empero, los maldicientes insinuaron (y acaso no les faltaba razón) que lo que llevó a su excelencia a levantar el coso en realidad fue halagar a su querida Micaela Villegas, “La Perricholi”, como aquella vez en que mandara a erigir el Paseo de Aguas…a fin de cumplirle aquella promesa de “ponerle el cielo a los pies”… a costa del quinto real o lo que era lo mismo, de las faltriqueras de Su Majestad.
A decir del periodista taurino Luis Cayo, Luisillo, el término “Hacho” designaba así a una zona desde donde era posible divisarse el mar desde Lima (cosa que hoy en día se hace imposible, dada la abundancia de edificios altos en la zona). Según subraya el especialista, con el tiempo el término Hacho perdió la h y se convirtió en Acho, que es como conocemos hoy a esa plaza de toros. La construcción del escenario demandó tres años, invirtiendo Landaburu cerca de cien mil pesos, resarciéndose luego con las pingües ganancias que obtenía cada temporada. Sin embargo, con el tiempo sus descendientes cedieron los beneficios del coso limeño al Hospicio de Pobres, administrado por la Junta Real de beneficencia de Lima (en la actualidad, la plaza es propiedad de la Sociedad de Beneficencia de Lima Metropolitana).
La alegría de vivir...
El siglo XVIII del cual dijo Voltaire: “Que quienes no lo conocieron no supieron lo que era la alegría de vivir” dejó su huella en la Ciudad de los Reyes… y allá… abajo del puente, especialmente cuando los días son grises en octubre –que es cuando Lima huele a sahumerio y fiesta brava- aún es posible percibir esa pasión por los toros que llevó a don Francisco de Ingunza a levantar su famoso mirador… a causa de una disputa de amores con el señor de Landaburu, quien le prohibiera entrar al coso por tal motivo (cosas de aquellos tiempos).